Gabriela Bettini

Gabriela Bettini. En el pliegue de la visión.

Hace poco tiempo me referí a cómo la obra de Gabriela Bettini se sitúa en el espacio intermedio que se da entre dos ficciones -la pictórica y la histórica- y una verdad -la que la artista asume desde la experiencia personal-. Rigurosa, metódica, crítica y comprometida, Gabriela Bettini trata temas como el ecofeminismo y el colonialismo revelando la violencia que les acompaña como una sombra histórica, provocando que miremos más allá de lo que vemos en cada una de las pinturas, que se formalizan desde los márgenes o las fisuras de esos silencios. Como espectadores debemos ampliar nuestra visión de la imagen, como hace el protagonista de Blow up de Antonioni para descubrir el asesinato. Como en este film, en el trabajo de la artista todo ocurre en el pliegue de la visión y lo que nos propone es salir, definitivamente, de ese silencio.


Gabriela Bettini ha conseguido encontrar las “palabras adecuadas” para hablar de todo ello en el campo de la pintura. Esa práctica interpretativa resulta clave para la elaboración de nuevas narrativas, que más que recientes semejan inéditas, al haber sido objeto permanente de omisión, cuando no de una constante represión, casi siempre consciente, pero también inconsciente en una suerte de inercia disciplinar del sistema patriarcal.


Gabriela Bettini es consciente de que el vacío y el silencio nunca son un espacio neutro. Tampoco en una historia del arte y de la vida que solo en los últimos años ha tomado conciencia de la necesidad de reconstituirse o reconstruirse, abrazando estructuras menos incuestionables y otras posibles secuencias menos cronológicas y más capaces de valorar los espacios intersticiales o intermedios -si seguimos a Rànciere-, que en sus digresiones y curvas nos acercan a la narrativa oral, en tanto que compleja alternativa capaz de desviarse del canon establecido. En este sentido, Gabriela Bettini lleva trabajando varios años en la idea de la naturaleza como territorio colonizado, revisando desde la pintura distintos modelos históricos de representación de la naturaleza y cómo en ese estadio se inscribe la mujer como paradigma de la violencia. Así, a partir de una narrativa no lineal fruto de su investigación personal, en su serie anterior ha ido indagando críticamente en las imágenes del artista barroco Frans Post, recopilando al tiempo imágenes de paisajes actuales en los que se han cometido feminicidios, para dar así visibilidad y reconocimiento a una serie de mujeres que han defendido la causa medioambiental.


La exposición Primavera silenciosa es otro ejemplo de todo ello. Uno de sus puntos de partida es el libro homónimo que Rachel Carson publicará a principios de los años sesenta, publicación pionera sobre el impacto ambiental donde culpa a la industria química de la contaminación actual y advierte de lo perjudicial del uso de pesticidas. Curiosamente, Carson fue injustamente acusada de falta de rigor científico, algo que se ha demostrado que no era así. El otro eje es una serie de grabados realizados por María Sibylla Merian y publicados a comienzos del siglo XVIII en La metamorfosis de los insectos de Surinam. Con ellos, Merian revolucionó el modo occidental de mirar hacia la naturaleza sudamericana, demostrando la estrecha relación de dependencia entre las especies y los ecosistemas en los que estas habitan. Esta premisa resulta fundamental para entender el trabajo de Gabriela Bettini, que en todo momento nos recuerda que la naturaleza no es natural. Por un lado, porque la naturaleza es una construcción cultural de imágenes, una memoria. Esa existencia cultural, esa construcción, nos permite ver más allá de donde vemos. El lugar se proyecta como testimonio. La naturaleza no es solo lo que se ve, también es lo que se impone, lo que se silencia, lo que se disciplina, o lo que destruye. Y así son sus pinturas, que cruzan dos tipos de imágenes, en sus propias palabras, “unas alusivas a la naturaleza como espacio de interdependencia entre las especies y otras representativas de lo que Vandana Shilva ha denominado “los monocultivos de la mente”, que homogeneiza, uniformiza y mercantiliza toda suerte de vida”.


La obra de Gabriela Bettini se inserta, por tanto, en ese contemporáneo y manifiesto deseo de crear nuevos espacios de investigación que nos permitan comprender nuestro mundo a partir del viejo mundo. Como señaló la escritora Gertrude Stein, “en narrativa el problema es de tiempo; para contar la historia de alguien uno tiene que despojarse del tiempo de manera que el tiempo de escribir no exista. No debería haber sentido del tiempo, sino una existencia suspendida en el tiempo”. Y para ello, pocos medios como a pintura, capaces de retardar la percepción de la imagen, intensificando el modo de recepción. La memoria se inscribe como sombra para definir nuevas preguntas, nuevos territorios. En este caso, desde el convencimiento de la existencia de una colonialidad germinal en Latinoamérica. Porque Gabriela Bettini arroja luz a las cosas, pero para aprehender su exégesis hay que perderse en las condiciones que impone su mirada. La pintura se piensa y en muchos casos no se trata de generar nuevas imágenes sino de restituir su sentido. Seguramente la clave sea entender sus obras más como trayectos que como paisajes, en saber cómo trascender las fisuras y entender que en este archivo de investigación personal se entremezclan distintos modos de representar y conectar imágenes.


En este sentido, no resulta gratuita la elección de un medio como la pintura, que en su hegemonía también ha ejercido una suerte de dictadura en la historia del arte. No son pocos los que se han valido de este mismo medio para establecer una postura crítica, asumiendo su plasticidad y capacidades como metafórica forma de “diferir”, que en su acepción latina equivale a llevar en distintas direcciones. Posiblemente, la nitidez y exquisitez de la pintura de Gabriela Bettini nos conduzca a pensar otra cosa, pero particularmente entiendo que esa manera de trabajar la memoria y el lugar no anda muy lejos del caminar hacia la borrosidad que emprendieron autores como Luc Tuymans o Gerhard Richter, que también recurren al archivo como elemento clave de su investigación artística. Este último es pionero en eliminar o emborronar los detalles superfluos y en transformar en gestuales pinturas abstractas motivos de follaje vegetal. En la pintura de Gabriela Bettini ese encuadre movido, difuso, se encuentra en la capacidad de albergar imágenes pertenecientes a diferentes tiempos en su pintura. Es ahí donde cobra sentido ese desajuste a modo de tránsito o desplazamiento, ofreciendo una rica doble perspectiva espacial y temporal. Así, las imágenes de Merien se velan con cuadros cromáticos que se corresponden, a su vez, con los formatos de sus cuadros de monocultivos. Un cuadro dentro del cuadro que, en algún caso, se extrema, introduciendo un cuadro monocromo que evidencia todavía más la deconstrucción de la imagen. Un vacío pleno de densidad abstracta o la intensidad externa de las trasparencias cromáticas remarcan todavía más los juegos de ocultación y visibilidad, entre lo físico y lo perceptivo. La energía deriva de la colisión, y de nuestro conocimiento. La pintura y su relación con el paisaje o la vegetación se convierte así en una efectiva y conceptualizada metáfora de la violencia contemporánea. Desde un atronador silencio.

David Barro. 2019