Todo lo sólido se desvanece: el arte de Jorge Tacla

“Soy el espíritu que siempre niega.

Y lo hago con pleno derecho,

pues todo lo que nace merece ser aniquilado,

mejor sería entonces que no naciera.

Por ello, mi auténtica naturaleza

es eso que llamáis pecado y destrucción,

en una palabra, el Mal”.


Johann Wolfgang von Goethe, Fausto - Primera Parte


“La historia es una pesadilla de la que intento despertar”.


James Joyce, Ulises


Si todo el arte es directa o indirectamente político, entonces nuestro tiempo se ve vastamente dominado por evasiones y desvíos cada vez más sofisticados. Sin embargo, aún existen artistas que desafían las tendencias ya establecidas. Entre ellos, se encuentra un artista peculiarmente independiente, que se ha mantenido firme en su compromiso de enfrentar los horrores de la historia de la humanidad.


El pintor chileno-americano Jorge Tacla es esa figura excepcionalmente constante. Por más de tres décadas ha estado singularmente dedicado a la representación continua del espacio psíquico, que ocurre tanto a nivel de trauma individual como colectivo. Aparte de representar figuras, arquitecturas y paisajes intencionalmente devastados por las fuerzas épicas del caos y la destrucción, su obra desafía las suposiciones humanas más básicas sobre la civilización: especialmente la idea de que las personas, los edificios, los monumentos y las ciudades están seguros, fijos e inquebrantables. El solo mirar los titulares de los periódicos del día nos revela lo obvio; son pocas las obras artísticas que coinciden con nuestros tiempos volátiles como la de Tacla.


Parafraseando a Ezra Pound respecto a lo que es la literatura, se puede decir que, a través de los años, Tacla se ha convertido en un experto en pintar una “noticia que permanece noticia”. *1 Pero más que ofrecer ilustraciones novedosas de las atrocidades diarias, sus imágenes presentan representaciones deliberadas de las secuelas de estos eventos. Pacientemente observadas desde la percha privilegiada que es su estudio en Midtown Manhattan —así como también extrapolado de su propia experiencia y creatividad— se puede decir que Tacla ha reformulado el arte testimonial. En sus manos, el mero acto de poner pintura sobre el lienzo se convierte en una práctica inusualmente tenaz, profunda, éticamente comprometida y visualmente abstracta.


Nacido en Santiago de Chile, en 1958, de padres cuyos propios padres y madres emigraron durante su infancia desde algunos de los lugares más problemáticos del mundo, Tacla creció en el seno de una familia de clase media, equilibrada e inserta en la comodidad de la cotidianeidad de una remota capital de provincia, localizada, literalmente (y en todo sentido), al fin del mundo. Descendiente de profesionales y comerciantes provenientes de Medio Oriente —la familia de su padre proviene de Siria (Homs y Damasco) y la de su madre de Palestina (Jerusalén y Belén)—, Tacla estaba destinado, así como millones de chilenos de su misma generación, a cosechar tranquilamente los frutos del trabajo arduo de su antecesores. Sin embargo, sucedió algo mucho más cruel: el joven Tacla se vio inesperadamente convertido en el heredero de un legado de destrucción y devastación, del que sus antepasados pensaron haber escapado.


Así como el colapso de la civilización que fue el Imperio Otomano, la implosión de la vida civil que siguió al golpe de Estado en Chile del 11 de septiembre de 1973 tuvo consecuencias que adquirieron aspectos privados y públicos en un abrir y cerrar de ojos. Para Tacla, no hubo un llamado inesperado a la puerta, seguido de encarcelamiento, tortura, exilio o algo peor. Pero aunque sus padres no eran especialmente políticos, su experiencia como tercera generación de inmigrantes lo fue explícitamente.


Descendiente de refugiados por razones políticas y económicas, el Tacla adolescente personificaba un ciclo particular de extensas interrupciones y desplazamientos, que continúa creciendo y “metastatizándose” como un cáncer, hasta la actualidad. De hecho, es posible afirmar, por lo menos en forma retrospectiva, que Tacla ha cargado desde su nacimiento, y en sus huesos, la tragedia de la geopolítica y del exilio.


Durante la época miope y asesina del Chile de mediados de los setenta, Tacla creció en el vecindario privilegiado de El Golf, en la calle Asturias. Luego, la familia se mudó a la calle Manquehue, en la aún más acomodada comuna de Las Condes. Hijo de una familia privilegiada, Tacla estudió en el Colegio del Verbo Divino, un colegio católico privado. Una escuela excelente, esta institución ha sido reconocida como un bastión de conservadurismo social y religioso.


Puesto que toda ventaja social también tiene ciertos costos, Tacla recuerda haberse sentido alienado en la escuela por razones que tenían mucho que ver con las creencias conservadoras de sus compañeros y maestros. Pero había otra cosa que no le permitía encajar por completo. Puesto que era descendiente de inmigrantes no europeos, lo hacían sentirse distinto —llamándole “turco” en la geográficamente desubicada jerga local— de los hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes castellanos, vascos, alemanes e irlandeses.


Los antecesores de los compañeros de Tacla habían llegado al alejado Chile en la misma situación desesperada que los suyos. Pero las jerarquías sociales responden a una lógica distinta al del ejercicio de la razón. Por consecuencia, hasta los ambientes más homogéneos —por ejemplo, un exclusivo colegio solo para varones destinado a una elite económica— se pueden convertir potencialmente en un terreno propicio para un rebelde cultural como Tacla, dadas las condiciones sociales adecuadas.


Puesto que fue criado entre músicos —la casa de su abuela era como un segundo hogar para músicos como Chick Corea, Bill Evans y Stanley Clark cuando visitaban Chile— Tacla encontró, naturalmente, un refugio en la música. En su juventud aprendió a tocar percusión y piano, entre otros instrumentos. Cuando llegó el momento de entrar a la universidad, su primera elección fue entrar al Conservatorio Nacional —el cual había sido temporalmente renombrado como el Departamento de Música y Sonología de la Universidad de Chile—, en 1968, mismo año en que el mundo abrazó con entusiasmo el radicalismo de izquierda.


La decisión resultó ser desafortunada, puesto que la Junta Militar cerró el conservatorio poco después del golpe de Estado de 1973. Entre sus diversas razones, los rectores uniformados de la universidad alegaron que la institución se había convertido en un semillero del comunismo. La alternativa de Tacla para proseguir sus estudios —su “comodín”, como lo recuerda 44 años después— fue matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile.


Afortunadamente, la libertad relativa y la instrucción de la escuela de arte de la universidad tuvo su efecto: Tacla floreció en este nuevo ambiente como nunca antes. Una vez allí, conoció a artistas como Adolfo Couve, el conceptualista Gonzalo Díaz (a quien se le otorgaría el Premio Nacional de Arte de Chile, en 2003) así como el pintor Rodolfo Opazo. Por un tiempo, Tacla fue el ayudante de Díaz, mientras experimentaba con una mezcla de música, performance, escultura y pintura tanto en la escuela como en los pocos clubs subterráneos de la ciudad. Para cuando Tacla dejó la escuela de arte en 1979, estaba ansioso de encontrar nuevos horizontes. Ese mismo año viajó a Nueva York por primera vez.


Dos años más tarde, en 1981, Tacla se mudaría a Manhattan de manera permanente. Increíblemente, repetiría la trayectoria de sus ancestros migrantes de varias generaciones. Comenzaría de nuevo en un país distinto, desde cero, sin ninguna garantía de éxito aparte de su talento y persistencia. El artista que conocemos hoy nació de esa transición cultural abrupta, al igual que de su experiencia de más de 30 años en un exilio autoimpuesto.


“Estoy conectado a Nueva York por un sinfín de sentimientos que mezclan el amor con el desprecio”. Así lo definió Tacla recientemente al hablar de su hogar adoptivo mientras consideraba el gran número de pinturas reunidas para su su exposición:


“Es una ciudad psicológicamente adictiva, la información cambia de manos rápidamente y el espacio es intelectual y físicamente exigente. Todo esto lleva a la idea de que Nueva York promueve un tipo de paranoia, que sí lo hace. Es una ciudad capaz de consumir grandes cantidades de energía personal, donde solo el hecho de seguir el día a día se convierte esencialmente en un acto de sobrevivencia. Puede sonar contradictorio, pero encuentro que en ese hecho —en esos extremos— está la clave que hace de Nueva York un lugar tan humano”.


En cuanto a su relación con Chile, donde el artista ha viajado continuamente durante las últimas tres décadas de su residencia norteamericana, Tacla asegura que: “Chile siempre está presente en todo lo que hago. Es la tierra a donde mi familia emigró desde Siria y Palestina. Es el origen de mi propia identidad. En cambio, también es el lugar cultural donde siempre me he sentido desplazado de la sociedad normal”.


En algún punto entre estas dos afirmaciones, está la perspectiva auténticamente multicultural y multivalente de Tacla en cuanto a la

historia. Más allá de un registro meramente condenatorio del “registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad” *2, referenciando a Edward Gibbon en Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, la obra de Tacla junta un archivo visual inspirado por la destrucción natural, la devastación hecha por el hombre y la guerra global.


Vistas en su totalidad, sus obras proponen una verdad ineludible y dolorosa, bien conocida por los refugiados de todos los tiempos —desde las guerras púnicas hasta el holocausto que está ocurriendo en Siria hoy en día. Y eso es, simplemente esto: el desastre es el gran ecualizador.


Hay pocas realizaciones más crueles o más humanas que ese pedazo de conocimiento, amargo como el arsénico.




“Todo se deshace; el centro no puede sostenerse;

Mera anarquía es desatada sobre el mundo,

La oscurecida marea de sangre es desatada, y en todas partes

La ceremonia de la inocencia es ahogada;

Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores

Están llenos de apasionada intensidad”.


William Butler Yeats, La segunda venida



Durante los últimos 30 años, Jorge Tacla se ha convertido en uno de los artistas más destacados a nivel mundial. Un pintor de cuadros monocromáticos que literalmente representan como todo se desmorona, las imágenes cautivadoras y emotivas de Tacla consistentemente confirman las posibilidades de la pintura como uno de los mejores, más elocuentes y evocativos medios para representar las más profundas y conmovedoras historias de la humanidad.


Un artista que, como miles de creadores de los setenta y ochenta, sobrevivió a las confusas políticas de Latinoamérica. Tacla migró de unas representaciones iniciales de cuerpos abyectos y paisajes desérticos, a una carrera enfocada en pintar vistas sublimes de las peores pesadillas del mundo. Entre sus temáticas está el bombardeo del Edificio Federal Alfred P. Murrah, en Oklahoma City, varios conflictos sin terminar en Medio Oriente y la catástrofe del 11/9 (es uno de los pocos artistas contemporáneos que ha representado las secuelas del ataque a las Torres Gemelas). En ninguna de ellas, Tacla se ha enfocado en la violencia en sí, sino que solo en los daños. Como resultado, sus pinturas de edificios en ruinas combinan temas como la destrucción, la agresión, y los cambios de luz y sombra que moldean la memoria fragmentada.


Las pinturas de Tacla poseen una belleza torturada por la historia, al igual que un rigor conceptual que, a su vez, participa y se divorcia de la tradición de la abstracción moderna. El crítico y académico Donald Kuspit ha escrito que la obra de Tacla, “estira los límites de la representación objetiva, hasta dividirla en una abstracción subjetiva, permitiendo así la expresión de sentimientos inconscientes que la representación de hechos tiende a reprimir” *3. También, Kuspit se ha referido alusivamente a la “visión negativa” del artista chileno-americano, a su “belleza fatalista”, y, más ampliamente, a su “estética negativa”.


“Todos los procesos se han invertido; están en negativo” *4, escribió Tacla en 1991, para explicar la relación entre sus pinturas terminadas y su ubicua fuente de material fotográfico. “El lienzo ha sido preparado donde no está pintado”, continuó: “Los objetos y paisajes son transparentes y son el negativo de sus condiciones físicas. Sólo un proceso fotográfico puede

proporcionar y hacer estos lugares reconocibles”. *5


A lo que Tacla le interesaba resaltar con estas afirmaciones (escritas poco después de que el artista pasara dos meses dibujando y viviendo en el desierto de Atacama, con la Beca Guggenheim), es la diferencia fundamental entre imágenes basadas en fotos, las cuales sirven como punto de partida para sus trabajos y sus pinturas. Donde la primera ha desarrollado históricamente una imagen “positiva” de una negativa, los lienzos del artista extraen una imagen monocromática “negativa” de la impresión “positiva”, capturada a través de papel y emulsión por la fotografía (nos abstendremos de discutir la diferencia entre los procesos fotográficos digitales y convencionales).


El resultado es, a su vez, una representación ambigua y seductoramente abstracta de un evento —un desastre espectacular, del tipo que es actualmente presentado por distintos medios a través de plataformas impresas, audiovisuales y digitales—, que Tacla transforma por medio de lo que el llama su propio “proceso disléxico de similitudes” a base de óleo sobre lienzo. Pocos malentendidos artísticos prueban ser tan enigmáticos o, en ciertos momentos de la carrera de Tacla, proféticos.



“Y la Historia, con todos sus vastos volúmenes

Tiene solo una página”.


George Gordon Byron, El peregrinaje de Childe Harold


“El presente solo se enfrenta, en cualquier generación, por el artista… la absoluta

indispensabilidad del artista es que él solo, al verse con el presente, puede

proporcionar el patrón del reconocimiento. Él solo tiene la capacidad sensorial para

decirnos de que está hecho el mundo. Es más importante que el científico”.


Marshall McLuhan, de una conversación con Norman Mailer


La exposición Jorge Tacla: Todo lo sólido se desvanece, así como este mismo catálogo, contiene tres cuerpos de trabajo diferentes —reunidos en una variedad de medios—, y cuatro secciones temáticas.



El primer cuerpo de trabajo, fácilmente el más importante, está hecho de 31 pinturas, que datan desde 1988 al presente. Incluye varias imágenes importantes que Tacla pintó antes de centrarse en lo que se convertiría en su principal temática artística, así como dos cuadros nuevos que el artista ha creado para esta muestra. El segundo cuerpo de trabajo, está conformado por una colección de recuerdos del artista, incluyendo notas, bosquejos, recortes de periódicos, fotos y cuadernos. El tercer cuerpo constitutivo de la exposición, incluye el video Informe de lesiones, el cual Tacla originalmente armó para una presentación del mismo nombre en la

Universidad Pedagógica de Chile, en noviembre de 2016.


Mientras que los dibujos y recortes de periódicos de Tacla están organizados alrededor del concepto de “mesa de trabajo”, que se

aproxima a la práctica generadora y asociativa del estudio del artista, Informe de lesiones se refiere directamente a la quema de libros que ocurrió en “el pedagógico”, como se le conocía a la escuela principal de docencia de Chile antes de la toma de posesión militar de las instituciones educativas del país. El video también invoca la advertencia acertada del poeta Heinrich Heine, encontrada en su obra de teatro Almansor de 1821:


“Ahí donde se queman libros, terminan quemando personas”. *6


Las cuatro secciones temáticas de la exposición se enfocan, primariamente, en algunos trabajos originales que continúan siendo

fundamentales para el establecimiento de la obra madura de Tacla. Entre ellos están los cuadros Diciembre (1988), el trabajo de seis paneles Paño de lágrimas (imágenes accidentadas) (1989) y la pintura emblemática Rojo de ira (1996). Si los primeros cuadros incluyen el proceso del artista trabajando bajo la influencia de la arquitectura del Renacimiento y de las figuras torturadas de Francis Bacon, la última imagen representa el poder arbitrario personificado por un inconfundible personaje.


Una figura sonriente que el artista esbozó de un compuesto de dictadores latinoamericanos —Perón, Somoza, Pinochet, entre otros—, la pintura de Tacla representa la historia de la política latinoamericana en los setenta y ochenta en la imagen de un dictador Mefistofeleano. Uniformado, engreído, y mostrando un guante ensangrentado, la imagen de Tacla está perseguida tanto por el juicio de la historia del arte como el de la moralidad católica, tal y como se puede ver en la figura que lo persigue: el diáfano bosquejo del San Sebastián de Andrea Mantegna.


Mientras que las pinturas de Tacla del desierto de Atacama, tales como los cuadros Tiempo y espacio en negativo (1990) y Pérdida (1996), pertenecen a un momento en el que el artista comenzó a interpretar la idea del paisaje como un cuerpo lastimado, los trabajos hechos entre 1995 y 2011 representan directamente territorios conocidos y estructuras arquitectónicas que se han convertido en símbolos y blancos reales del terror moderno.


Entre estas obras, que en conjunto conforman la segunda sección de la exposición, se encuentran tres pinturas de la serie Escombros, todas ellas representando, en una mezcla de óleo y polvo de mármol, diferentes vistas del bombardeo del 19 de abril de 1995 del Edificio Federal Alfred P. Murrah por Timothy James McVeigh, el primer terrorista nacido y criado en los Estados Unidos de la era moderna. También en este grupo de pinturas está el paisaje granular Masa de cemento1 (2002): una visión incrustada y derretida de Lower Manhattan, pintada como una alusión a la experiencia del artista al presenciar los ataques de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre del 2001 (véase la conversación de Jorge Tacla con Lawrence Weschler).


Otra pintura de este grupo, La distribución de los primarios (1995), casi establece un argumento ominoso para la clarividencia de Tacla —esta es una imagen aérea del Pentágono, que el artista pintó dentro de un punto de mira—, que anticipa por seis años el destino final del vuelo de American Airlines 77.


En la tercera y cuarta sección de la exposición, Tacla presenta tres grupos de lienzos que creó después de diferentes tipos de desastres. Mientras que la serie Restos alterados representa las secuelas de terremotos en Santiago, Japón y Haití, las pinturas que Tacla tituló posteriormente Escombros e Identidades ocultas giran en torno a una forma de violencia distinta: una que es hecha por el hombre y es explosiva. Además de pintar ciudades como Beirut y Aleppo —respectivamente en los cuadros Escombros 10 (2007) e Identidad oculta 40 (2013)— el artista también usó su pincel para representar vistas grisallas de una planta de municiones

vasca en Identidad Oculta 111 (2015) y la ciudad de Homs en ruinas en Señal de abandono 20 (2017).


Entre este conjunto de pinturas es clave el gran cuadro que hizo Tacla del Palacio de La Moneda en llamas después de ser atacado por un escuadrón de jets Hawker Hunter americanos, pertenecientes a la fuerza aérea chilena, el 11 de septiembre de 1973. Una imagen instantáneamente reconocible, que Tacla ha rescatado de los archivos fotográficos en blanco y negro, y recreado en un azul arenoso y brillante, el cuadro —que el artista ha llamado Identidad oculta 25 (2013)— funciona como una sinécdoque para la idea de la barbarie misma. Como cuando un comentarista al mencionar las palabras “la Casa Blanca” se refiere a la oficina de la Presidencia de los Estados Unidos, la imagen color cobalto de La Moneda en llamas de Tacla evoca una era de violencia brutal y sistémica, que buscó terminar con la razón, el progreso y el orden civil.


Lo que finalmente me lleva al título de este libro y exposición. Aparte de ser una referencia literal a los muchos edificios que Tacla ha representado a medio desaparecer, o más bien, siendo desaparecidos, —el sentido transitivo del verbo es un legado directo de las dictaduras sudamericanas, aunque ha encontrado nuevo uso como resultado de la violencia perpetuada por Al Qaeda e ISIL— el nombre de esta muestra hace una referencia directa a la famosa frase del Manifiesto comunista de Karl Marx.


La frase completa es la siguiente:

“Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven obligados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas sin hacerse ilusiones”. *7


En vez de representar un gesto hacia alianzas políticas anticuadas o fraccionamientos sociales latentes, el título intenta sugerir una pequeña parte de lo que el espectador siente cuando se para frente a uno de los sublimes cuadros de Tacla. Lo que Tacla escoge pintar —de todos los posibles temas en el mundo— es nada menos que lo que podríamos llamar la mismísima inestabilidad pictórica y metafísica. El hecho de que lo haga mientras evoca multiples crisis que son, alternativamente, internas y externas, públicas y privadas, prepara el terreno para lo que implica la inversión de valores de este artista. En el mundo simbólico de Tacla, no son solo los edificios los que se desvanecen en el aire y desaparecen mañana, sino la civilización misma.





REFERENCIAS


1. Traducción del inglés: Pound, E. ABC of Reading (New York; New Directions paperwork;

1960), p. 29.

2. Gibbon, Edward. Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano.

3. Kuspit, Donald & Zamudio, Raúl. Jorge Tacla: Pinturas / Paintings, (Celfin Capital /Centro

Cultural Estación Mapocho / Ley de Donaciones Culturales; Santiago, Chile; 2008).

4. Ibid.

5. Ibid.

6. Heinrich Heine; Almansor.

7. Karl Marx y Friederick Engels, Manifiesto comunista.



Christian Viveros-Fauné. 2017