La perspectiva del después: las heridas, los escombros, la cama deshecha y vacía

Sumido en un halo de negrura, el lecho se presenta como lugar donde los cuerpos se sometieron a la tortura y el amor, escenario ya tranquilo de una violencia lenta y continuada que ha dejado su rastro en los pliegues de la cama, como dejan su huella el dolor y la alegría en la piel del rostro y de las manos. La colcha amarillenta, con esa textura de saco viejo y de mortaja, parece ocultar miembros despedazados. Más que de una habitación privada, se trata de un escenario histórico, el paisaje irregular de una matanza. Está observado con una especie de melancolía amarga; como un hombre llevado a ser combatiente repasaría el escenario de una lucha recién concluida y en la que invirtió toda su crueldad, sin entender aún cómo se llegó a tal encarnizamiento y si acaso podría haber sido de otro modo.


En vano han intentado algunos filósofos estigmatizar el mal y exorcizarlo como defecto o privación, incapacidad culpable. Según ellos, el mal no sería intrínseco ni necesario, en verdad ni siquiera se trataría de algo positivo; no hay un principio ni un órgano que lo ocasione, no es una fuerza real, por lo que resultaría posible superarlo, hacerlo desaparecer. La pregunta es a qué se debe entonces, de dónde surge, qué defecto lo ocasiona y cómo superarlo. Una de las más tempranas y persistentes respuestas que los filósofos esbozaron fue que la maldad está ligada a la ignorancia. El mal como defecto en las acciones depende, según esta concepción, de un defecto en el conocimiento. El camino hacia la perfección del hombre pasa entonces por una vida dedicada al conocimiento, entendido como la preocupación pensante por los asuntos cardinales, la dedicación atenta a las cuestiones donde se juega la posibilidad de una vida plenamente humana. El hombre actúa (y vive) tanto mejor cuanto más esencial y completo es su conocimiento, por lo que la dedicación a la filosofía -al conocimiento supremo- se presenta como el camino más adecuado para alcanzar la perfección en vida. La sabiduría así entendida no consiste en erudición pedante o dominio de materias, sino que pretende ir formando una mirada para lo esencial, que no se deje desgastar por todo lo que desune y escinde, lo que rebaja y arrastra; una mirada capaz de atravesar ese ámbito de lo disperso y dar con algo permanente. Se aspira de este modo a llevar una vida plena y unitaria mediante la contemplación de una realidad ordenada racionalmente, en la que rige alguna forma de armonía y cada cosa ocupa el lugar que le corresponde. La vida teórica así entendida apunta con su mirada a un ámbito pleno de sentido y aparta los ojos de este mundo en cuanto espacio del conflicto, la multiplicidad, las pasiones, la violencia, el poder, la irracionalidad y el sinsentido.

 

La contemplación posee, en efecto, la virtud de dejar en suspenso todo conflicto de forma momentánea. Es probable que la filosofía ponga sus ojos en un orden mejor a fin de generar un contraste con la realidad injusta y erigir una medida que sirva de guía y a la vez de crítica ante la violencia del hombre contra el hombre. Pero una contemplación como la descrita, el ideal de la vida teórica, puede convertirse también fácilmente en una especie de mirada desentendida, proyectada a algo que en el fondo no me atañe, que no soy yo ni depende de mí; algo a lo que quizá me deba o a lo que estoy esencialmente ligado, pero de lo que no soy responsable por encontrarse más allá de la esfera de las acciones humanas. Lo que así se contempla no está en manos de los hombres, no varía ni depende de nadie, pues en el fondo no es parte de este mundo. Se trata de algo que prevalece frente a la multitud de posturas y posibilidades humanas, que va más allá de toda pluralidad y contingencia; algo que trasciende el mundo humano como lo conocemos, aunque se postule como la norma que debiera guiarlo. La contemplación que dirige su mirada más allá de la contingencia para erigir un ideal irrenunciable de humanidad puede convertirse de esta manera en un irresponsable cerrar los ojos ante este mundo y volverse indiferente a la injusticia. Así se va pasando de un ideal humano de sabiduría a una pedantería impasible y evasiva. Quienes más decididamente rechazan todo trato con lo contingente y pretenden que la filosofía se ocupe sólo de lo supratemporal, más ajenos se vuelven a la violencia que sin duda ellos mismos sufren y también infligen.

 

Frente a este último tipo de contemplación teórica, ajena a la realidad concreta y cómplice pasiva de lo injusto, está la perspectiva que desearíamos describir en lo que sigue, y que se caracteriza por poner en suspenso el conflicto un momento, sí, pero no para darle la espalda, sino justamente para situarlo en el centro de la consideración, meditar sobre él y dar lugar a un cambio en este mundo. Desearía llamar a esta mirada la perspectiva del después. Por contraste, la mirada del filósofo meramente teórico, ciega y muda ante la conflictividad de este mundo, es la propia de una perspectiva que se pretende eterna. Habla y se dirige a algo que no tiene lugar como tal en esta vida, que no es ni jamás ha sido; considerada desde el mundo en que todos vivimos, se trata de la perspectiva del nunca.

 

 

II

 

 

Como seres humanos que son, los filósofos buscan también una forma de arraigo y plenitud en esta vida, desean ir más allá de la contingencia y la dispersión, anhelan una vida armónica en alguna medida, tanto con ellos mismos como con los demás hombres, en sociedad. Es este impulso sin duda el que los lleva finalmente a sus consideraciones, a apartar momentáneamente el enjambre abigarrado de tendencias que pugnan tanto entre nosotros como en cada uno de nosotros para así mostrar una posibilidad de vida pacificada. “¿Y si estas incesantes tensiones y esta violencia no fueran necesarias?” –parecen decirnos- “¿Y si en el fondo rigiera un orden, por frágil que sea, al que no podemos renunciar?”. Qué forma tenga ese posible orden, cuánto pueda mantenerse en pie sin sucumbir a la violencia ni convertirse en ella… sobre todo eso han ensayado las más diversas respuestas los distintos pensadores y los tiempos, pero el afán de encontrar un fondo que oriente y permita iluminar unitariamente lo que nos va cegando día a día parece algo intrínseco a la pretensión del filósofo. Por ese motivo, al leer y empaparnos de sus discursos, al adentrarnos en sus complejos intentos por construir y ordenar la realidad, no podemos dejar de experimentar cierto placer. Esa capacidad suya de ordenación tiene el efecto tranquilizador de las ficciones, donde todo encuentra su lugar y sucede por móviles reconocibles. Se nos habla de lo que debería ser idealmente, de lo que sería deseable para que todo conflicto desapareciera o cobrara sentido. Sin embargo, basta dejar de ver el mundo desde esos discursos y sus estructuras ordenadoras, basta tan sólo con prestarse atención a uno mismo, para apreciar que las cosas no son así y que incluso esas mismas teorías suponen justamente una respuesta a ello. Sólo porque las cosas no son así es que podría aspirarse a formas de vida como las descritas, sólo por eso se volverían necesarios discursos que ordenan y orientan de esa manera. El problema es que este tipo de respuestas puede sucumbir a un afán constructivo que le haga perder de vista este mundo y extasiarse con los productos de su propia razón descontrolada. Por esa vía, los discursos que con más ahínco apelan a lo verdadero pueden volvernos ciegos para lo que es verdad e irresponsables ante lo que es urgente.  

 

El conflicto y su escalada en forma de violencia no parecen un aspecto menor de la realidad, un factor prescindible para una consideración que dice ocuparse de lo humano. No se trata de algo contingente de lo que sea necesario apartar la mirada para dirigirla a lo más esencial y duradero. Tal vez sea justamente esta dimensión de lo conflictivo y sus posibilidades de devenir agresión, dominio e injusticia lo más persistente de lo humano. Mirar más alto, aspirar a una vida sin conflicto, no puede ser más que una manera de lidiar con ello, de contrapesarlo; y una filosofía será tanto más verdadera cuanto más concretamente tenga a la vista aquello que desea denunciar, la intolerable injusticia y violencia con que lidia. Sólo así logra apuntar a un orden que, por utópico que parezca, puede servir como medida para la vida propia y la vida en común.

 

Es preciso entonces evitar tanto el cinismo ante lo injusto y la legitimación de la violencia en virtud de una supuesta naturaleza humana como un excesivo idealismo que no atienda al carácter real de lo humano en el momento presente. El intento de todo discurso que pretenda verdad consistirá en dar con una configuración que ni acepte sin más la multiplicidad caótica, violenta y arbitraria ni pretenda reducirla a un orden incluso más violento y arbitrario. La búsqueda de armonía, por legítima que se presente, puede en efecto caer en su contrario: devenir fanatismo y coartada para la intolerancia. Una posición que busca justicia y reconocimiento acaba por este camino volviéndose represiva e injusta. La cuestión en todos los ámbitos de la vida –tanto en el trato con uno mismo como con los demás, la pareja, los amigos, la familia, el prójimo y el extraño- es cómo permitir que cohabite lo diverso en forma cordial y solidaria, cómo impedir que la diferencia devenga negativa, cómo acoger lo múltiple en una forma de convivencia no sólo amable, sino más plena. La unidad que se anhela no es en absoluto tautológica o simple, no se trata de la pétrea unidad de lo idéntico o indiferente, pues siempre hay que hacer coexistir lo diverso y a veces hasta lo contradictorio. Pero, además, incluso allí donde tal vez se logra darle cabida, la construcción es frágil e inestable, su grácil armonía cambiante como los tiempos.

La vida se agota a veces de aspirar a algo que no llega ni permanece. Lo estigmatiza como ideal inocente y a la vez no puede ni quiere renunciar a ello. Una reacción no poco frecuente consiste en negar esa fragilidad y complejidad, reducirse y reducir al otro, domeñar toda diferencia y endurecerse, irse volviendo cruel y temeroso en partes iguales. Igualmente tentador es condenar toda unidad como violencia, afirmar y celebrar lo que es, indiferentes, supuestamente emancipados, haciendo pasar por lucidez lo que es renuncia. Por frágil que sea la posibilidad de una vida justa y plena, donde conviva lo diverso en formas libres y complementarias, renunciar a ello supone perder toda medida de crítica contra la injusticia y la violencia, volverse cómplice activo o pasivo de lo inhumano.


 

III

 

 

Es importante no naturalizar ni justificar una agresividad destructiva que, por arraigada que esté, va contra el principio de una vida armónica. Este principio actúa como guía en la vida personal, amorosa, familiar, social y política. Por muchas decepciones sufridas, por mucho cinismo que se haya ido instalando en nosotros y en la sociedad, es inhumano renunciar a él por completo. En toda vida hay una pretensión de vivir bien, de justicia y reconocimiento en lo personal y lo colectivo.


Es preciso despertar y mantener viva la indignación que provoca ver violado ese principio. Para ello, existe sin duda una vía activa enormemente necesaria, la vía de la denuncia, la manifestación, el grito que exige justicia. En ella prima la perspectiva del deber ser, de lo que debe cambiar porque es intolerable. Además de esta vía activa que apunta al mañana, también es posible adoptar la perspectiva de quien medita y deja que el daño cale en su alma: la perspectiva aparentemente tranquila de quien se detiene y contempla los efectos de una violencia desatada. Desde aquí miramos los restos, las heridas recién infligidas y, sin poder esbozar una dirección todavía, avistamos por un momento eso intolerable, descansamos de toda tensión, de todo designio de vida pasada o futura, nos liberamos de las tramas, cejamos por una vez de todo esfuerzo y observamos el horror a los ojos para guardar su rostro en la memoria. Lo intransable se nos manifiesta para permanecer así en el alma, para recordarnos siempre los efectos de tensiones que aceptamos e incluso legitimamos en nombre de alguna idea o proyecto de vida. La fragilidad de todo lo construido, su exposición no sólo al tiempo sino ante todo a la violencia humana, se hace audible y nos llama a guardar esta verdad en el fondo del pecho: no caigas de nuevo en esto, no le hagas esto a nadie ni a ti mismo, no te dejes llevar otra vez hacia la vida ciega, que nada te haga olvidar el horror que ahora estás viendo desnudo y sin ambages. Ningún programa ni consigna, por justa que se presente, nos distrae en un momento en el que ni siquiera queremos levantarnos y seguir, sino que, en una temporalidad inigualable, detenemos toda proyección y cobramos consciencia.


Hemos llamado a la perspectiva eterna de algunos filósofos la perspectiva del nunca, de la proyección, de lo deseable según esquemas. La perspectiva del tiempo, en cambio, permite mostrar un acontecimiento en sus tres grandes momentos: el antes, el ahora y el después. La perspectiva del antes permite revelar las tensiones apenas aparentes que darán pie al acontecimiento, o incluso captar el instante previo a que algo irrumpa, explote, desintegre la normalidad y haga pedazos el campo semántico establecido. Es posible también mostrar el acontecimiento en el momento presente, en su plena eclosión, asignificativo aún y máximamente violento. Pero también es posible adoptar la perspectiva del después, mirar desde ese instante de plena calma, cuando el acontecimiento sigue todavía vibrando, cuando resulta aún imposible reconstruir el mundo y seguir viviendo con esquemas orientadores, pero ya se hace posible ver, prestar atención y meditar. Sólo esta perspectiva es capaz de recoger todos los momentos y recorrerlos de forma tranquila, cuando ha desaparecido la agitación previa, cuando ha explotado ya el conflicto y la eclosión de la muerte se ha calmado. Es lo más parecido a una perspectiva eterna, pero inserta de pleno en el tiempo, responsable, ajena a todo escapismo.

 

En el antes las tensiones pueden no verse o justificarse aún, es el tiempo en que parece reinar la calma y los conflictos pueden ser asumidos y reconducidos a una normalidad sólida y complacida. El espectador de esta perspectiva puede respirar tranquilo, reconocerse con humor incluso, o hasta tomar partido en alguna dirección. Pero entonces estalla la violencia, lo construido se desmorona, los tejidos se despedazan y la supuesta normalidad cede su lugar a un golpe ciego que derriba la forma del mundo. La perspectiva que recoge el acontecimiento violento en su ahora, en el momento de la máxima movilidad y el caos, impide todo reconocimiento. Su golpe desmedido nos deja atónitos y nos sacude impidiéndonos tomar partido, ni siquiera es posible comprender, sólo encogerse y asustarse ante el terror. Se trata de un estallido que, como el de los insultos o las bombas, sólo permite escuchar el agudo silbido del ensordecimiento.


Al mundo construido y entero le sigue entonces la destrucción, que deja como efecto la ruina. Es lo que queda, lo que permanece después de la violencia. Según va desapareciendo la capa de polvo levantada, se pueden ir vislumbrando los escombros, algún gesto de solidaridad, hermandad de lo frágil y agredido… y por todos lados enormes, imponentes y enormes montañas de ruinas. Es lo que nos muestra la perspectiva del después –las heridas, los escombros, la cama deshecha y vacía. El daño consumado, sin más, a plena vista, imposible justificarlo o insertarlo en discurso alguno, sólo cabe contemplarlo y callar, saber quizá que hemos sido todos y ninguno, saber que en ningún caso se puede repetir. No cabe aquí sensacionalismo, todo entusiasmo por lo sublime de la destrucción siente vergüenza; contemplar este paisaje nos hace meditar por un momento, dar pausa incluso al odio, reconocernos y reconocer el mal sin disfraz ni justificación posible. El propio rostro endurecido y derrotado en el espejo, la habitación en la que amamos y destruimos el amor, el comedor familiar, donde tantos buenos gestos y tanta violencia compartimos, la ciudad hecha escombros por ideas agudas o intereses despiadados.



IV

 

 

Las obras de Tacla nos exponen a esta perspectiva del después. Nunca muestran al agresor ni apenas la agresión en su irrupción violenta; más bien nos insertan en una mirada directa y frontal del resultado, del daño. Casi nunca presentan a las víctimas sino a partir del escenario arruinado y maltrecho, por lo que hacen manifiesto el estrago de una forma abstracta, pero a un tiempo enorme y hasta físicamente concreta. Tacla nos instala de pleno en ese escenario, sin mediaciones,  y evita así todo elemento narrativo, toda lógica habitual; su mirada impide las múltiples formas como solemos escapar de lo que importa, elimina incluso el horizonte o apenas lo deja entrever muy arriba, para no conceder puntos de fuga por los que el miedo y la irresponsabilidad escapen en forma de esperanza o de sentido. No hay dos puntos que permitan una orientación ni dialéctica que lleve de una cosa a otra, no se vislumbra posibilidad de redención alguna… no se permite, en fin, más escapatoria que cerrar los ojos y negar la obra misma. Pero ésta persiste, paciente, indiferente al ajetreo que ella misma ocasiona, llamando con su presencia a dejar de moverse por un momento, abandonar las tramas y pretextos, mirar de frente por una vez, mirar lo simple. Esta simpleza es la que no consiente que escapemos ni siquiera en forma de compasión por las víctimas ni del espanto sensacionalista, el color chillón de la sangre, la explosión cromática. Sin duda es el efecto de una preclara elección de los colores y la composición, pero no es eso lo que importa. Las obras se niegan a ser tratadas como objetos de una consideración estética tan desapegada y huidiza como la teórica; impiden que la técnica, la paleta o la estructura proporcionen otra excusa para no ver.


Ruinas casi espectrales, como las que arrastramos en nuestras almas, como las que esconden construcciones majestuosas que los hombres erigieron en símbolos de lo eterno, ruinas en cuyo nombre ocasionaron más ruinas, destruyeron y fueron destruidos. Ruinas de toda especie, pues múltiples son las formas como intentamos vivir, múltiple lo que daña y es dañado. La mayoría anónimas, desdibujadas, ruinas de término medio, de cualquiera. Como si la naturaleza en forma de pulsión aniquiladora apareciera carcomiendo y eliminando toda posibilidad de humana geometría y convirtiera a los mismos hombres en ejecutores de su sacrificio. La ciudad, el trazo más nítido de la sociedad humana, es repudiada, su esbozo maltratado, borrado a golpes por la embriaguez de esa sociedad misma; mancha apenas reconocible, escenario de alucinación o desvarío. 


En la perspectiva del después se alza una voz que ni siquiera es de protesta todavía, una voz queda y serena que reconocemos al escucharla, pues no es sino la propia voz tantas veces apagada o desmentida:

  

“Mira, medita, esto es lo que hemos hecho, esto es lo que cada cual ha hecho y está haciendo consigo mismo y con los otros. Esto es también lo que otros nos han hecho y nos hacen, lo intolerable”.


Francisco de Lara. 2014