La Irrealidad de Jorge Tacla

En las primeras pinturas de Jorge Tacla la cabeza aparece separada del cuerpo como si fuese cortada por una guillotina. Se trata de una cabeza alegórica, un símbolo del yo. Se encuentra una posición precaria, un Robinson Crusoe (1984) solo en un barco (que se asemeja a la canasta en la que cae la cabeza guillotinada), o solo en un cuarto en donde el piso se está desmoronando como en Mi Pieza No es Mi Casa (1983). La Lámpara de Aladino y La Toalla de Aladino (ambas de 1982) son pinturas tumultuosas y atestadas pintadas con una vehemencia expresionista que explicitan la violencia de la situación. La figura de un hombre blanco desnudo ha perdido su cabeza en lo que parece ser una ceremonia primitiva: al lado de él está la cabeza sonriente de un hombre negro, sin duda alguna la del nativo que llevó a cabo el sacrificio –el acto de castración- y la cual flota incongruentemente, una visión mórbida. En Puesta del Sol con Ácido (1984), La Traición de Nefertiti y Descansando antes de Saltar (ambas de 1985) se acumulan las cabeza desafiantes y sarcásticas que amenazan con arrastrarnos en una avalancha, tal como en La Entrada de Cristo a Bruselas (1988) de Ensor, pintura que es básica para entender el aspectos del sadomasoquismo y de la crítcia social del expresionismo. Al igual que en las pinturas de Ensor, casi todas las caras pintadas por Tacla tienen una expresión fija, como la de una máscara, cual si fuesen alucinaciones. Las pinturas de Tacla son sueños de cierto tipo de estupefacción. Para mí, Mi Pieza No es Mi Casa  es la piedra de toque de las primeras pinturas de Tacla de manera que ahondaré en este aspecto como si fuese la confesión precisa de la mentalidad implícita en su arte. Por lo general, la primera representación espontánea de una mentalidad es la más clara puesto que establece la esencia del asunto de manera explícita. Al paso de tiempo se vuelve más refinada, elaborada y profunda y por lo tanto, más oscura y sutil. El arte de Tacla es un testimonio profundamente personal pero también un testigo de las injusticias sociales y de la miseria, mas cuando Tacla alcanza niveles más profundos del yo—cuando explora la terra incognita de su paisaje interior, con lo que llega a ser el conquistados de su propio misterio—la dimensión social de su arte parece dar cada vez menos importancia al asunto, y parece desaparecer, como una corteza que ha sido desechada para dejar cubierto el núcleo. Las primeras figuras alegóricas de Tacla son a los paisajes visionarios lo que una insinuación es a una revelación; pero la insinuación surge como una respuesta al mundo, como un reconocimiento del lugar miserable, de manera que sin la insinuación no podríamos entender la necesidad de Tacla de hacer una revelación—porque tuvo que entrar en el desierto del yo, huyendo de la sociedad, una trascendencia que de manera dialéctica es el poder absoluto sobre el yo, al igual que de manera perversa confirma la independencia del mismo.


En Mi Pieza No Es Mi Casa, la cabeza está enmarcada por manos que gesticulan, que tienen una vida intensa propia, aún más intensa que la de los ojos que miran con fijeza a las manos. La cabeza está situada sobre el piso que no es más que una percha, un lugar angosto dentro de la nada del espacio. Mi Pieza No Es Mi Casa es una pintura escatológica, existencial: el yo se encuentra casi en el fondo del abismo, ha caído casi del todo en el vacío que refleja su estado interior. La existencia ha sido reducida a la esencia pura, amarga…al mínimo de sobrevivencia. Todo es una necesidad ácida, sin adorno superfluo: la figura no es más que un busto—un vestigio “incorpóreo del yo—que sugiere su desamparo y su desesperación. De hecho, no tiene ni piernas ni cuerpo de manera que no se puede mover, no se deja escapar del cuarto. El cuarto es un espacio anónimo, vacío en medio de la nada. Bien podría ser una celda en el infierno.


¿Es acaso una ilusión pensar que el busto parece ser una escultura en un nicho desolado de una iglesia consagrada a una religión muerta? Quizá sea la cabeza de un santo con las manos que sacrificara por su fe—sus atributos. Sin duda alguna se trata de la cabeza estilizada de un hombre negro, pero también se parece a la cabeza de Zuccone (1423-25) de Donatello, hasta en el detalle de los ojos con la mirada fija. Desde el punto de vista psicológico no se trata de un accidente ya que el humor de las cabezas es el mismo. Una cabeza similar, teñida de negro, aparece en Retrato de un Amigo y de forma más llamativa y extrañamente coloreada en una pintura sin título (ambas pinturas de 1984). La cabeza se reitera una y otra vez en las dos formas, es decir, como un símbolo social o como una sustancia existencial. Se trata de una imagen arcaica de la desesperación, del tipo de desesperación que la religión cristiana rinde de manera experta pero sin su transformación, sin el convencimiento utópico de que el sufrimiento mental llevará a cosas más elevadas.


La escena de Tacla está cargada de ansiedad, que se transmite por la tensión que existe entre la cabeza y las manos animadas, y de manera más sublime entre las partes del cuerpo y el espacio en el que están suspendidas. Las manos señalan la cabeza, como burlándose del aislamiento en el momento en que la identifican, de hecho, no es más que un reflejo de su propio aislamiento. Según Erich Fromm, “los miedos que pueden destruir al hombre, que lo pueden llevar a la locura o a la psicosis son los miedos al ostracismo, al rechazo severo, al abandono, a la soledad, al confinamiento solitario, a la soledad extrema. Es el miedo al aislamiento y sólo esto, lo que fuerza al niño o a la niña a adaptarse a su familia y a su sociedad para poder sobrevivir.” (1)


La figura sin miembros de Tacla por poco no sobrevive, lo que sugiere que no se ha adaptado muy bien a la familia y a la sociedad. No es diferente el artista hambriento de Kafka que se encuentra solo en su jaula, un espectáculo secundario en una sociedad indiferente. Se tiene la sensación de que está vacío, un vacío que encuentra su objeto correlativo –proyección– en el espacio vacío en el que reside. Esta sensación, a través de la cual el yo descubre que ha perdido su oportunidad de estar satisfecho, de ser para siempre y por la cual de desnuda a sí mismo hasta alcanzar una existencia anónima, va de la mano con la sensación de estar aislado, abandonado, solo. La figura de Tacla es destruida por sus miedos, como lo sugiere su truncada apariencia. Tal como el piso de madera de su cuarto es un estado de descompostura que quizá sea irreparable.


Según Joyce MacDougall, los psicóticos sienten que no tienen derecho a vivir, de hecho, no existen. La imagen de Tacla revela este estado mental psicótico; es decir, la sensación psicótica de no ser real. Es un estado mental irreal, no surreal. Da a entender la “desrealización” del yo más que la renovación o la recolocación con la ayuda del inconsciente. Hay una diferencia radical entre el arte que pretende articular el estado mental irreal, con su dividida conciencia suicida—en Mi Pieza No Es Mi Casa representada por la división entre la cabeza estática y pensativa, y las manos llenas de vida, llenas de sentimientos—lo que indica la pérdida del espíritu y de la moral; y el arte que pretende articular el estado mental surreal, con su fe en la integración del consciente y del inconsciente como el único medio, en la modernidad, de re-espiritualizar y remoralizar el yo (aún cuando sea transitorio o hasta superficial y no auténtico, de tal manera que se pueda dar una espiritualización y una moralización , ya que el inconsciente carece de todo espíritu o moral). Enfatizo esta diferencia porque el arte latinoamericano por lo general es visto como surrealista, pero pienso que lo mejor de éste—la pintura de Tacla, por ejemplo—tiene la intención de ser irreal. Según la experiencia moderna es más verdadero ser irreal que surreal. El surrealismo ofrece una salvación fácil para el yo, pero el irrealismo sabe que no existe como tal.


La sensación de realidad es alimentada por la sensación de ser destruido interiormente, lo cual es el clímax de estar aislado interiormente como si fuera un confinamiento solitario dentro de uno mismo. Esto se proyecta mediante una fantasía de rechazo y exclusión por parte de la sociedad. Uno siente que no pertenece a ella, lo cual a su vez no quiere decir que no sea parte de ella. En el mejor de los casos, uno es un exiliado dentro de ella, radicalmente enajenado pero soportándola. (El psicótico proyecta la sensación de no poseer su propio yo con respecto a la sociedad. Luego tiene la sensación de que la sociedad no le permite a uno tener su propio yo. Finalmente, cambia a la sensación de que el yo no tiene derecho en general de existir, ni tampoco existe en una sociedad en particular; es decir, por medio de una identidad colectiva. Al final llega a perder su validez tanto empírica como emocionalmente.)


En lo más profundo, la sensación de irrealidad refleja el conflicto entre el rompimiento de las partes del consciente. Como la describe T.S. Eliot, no se trata solamente de que las partes estén en desigualdad, como en la disociación común de la sensibiidad, sino que se encuentren abiertamente opuestas y en violenta contradicción. Así como la cabeza y las manos en Mi Pieza No Es Mi Casa se encuentran en un conflicto expresivo, también el consciente y el inconsciente—el uno fértil en ideas, el otro en sensaciones—se encuentran en un conflicto sin solución en el sentido de la irrealidad. El consciente, que aún no ha sido afectado por la ansiedad de aniquilamiento del inconsciente que crea el sentido de aislamiento, le grita al yo que existe “externamente”, que es real y que está vivo dentro de la sociedad, por mal que ésta lo trate, mientras que la ansiedad de aniquilamiento le susurra que de hecho está muerto en el interior, y que la sociedad es la culpable. El yo siente que es irreal pero le queda la suficiente integridad y realidad para saber que es real para la sociedad (aunque no lo reconozca en todas sus particularidades existenciales). Este es el estado psicótico irreal, que raya en la paranoia histriónica, pero más típicamente la capitulación ciega del yo como contradicción a su existencia. El yo se convierte en el punto invisible e el cual las líneas paralelas de la ansiedad personal de aniquilamiento y la identidad objetiva de la sociedad convergen pero nunca se encuentran.


Tacla utilizó la figura arcaica para representar el punto invisible pero su paisaje irreal es una forma más profunda, auténtica y única de representarlo. El paisaje irreal revela el profundo discernimiento de Tacla de que la representación cae en el punto invisible, es decir, se hace regresiva. La sensación de irrealidad desestabiliza la representación. Parece ser imposible para el yo hacer una representación frente a la cual los otros dejen a un lado su incredulidad de manera voluntaria, y que acepten la verdad de la ilusión hasta donde se pueda; porque la representación está llena de la incredulidad del yo mismo, la sensación de que ese yo es ilusorio. La representación oscila vacilante—y hasta bruscamente—entre la claridad del negativo el cual es su origen. Esta oscilación, que es impulsada tanto por la ambivalencia como por la ambigüedad, es un tipo de ceguera, y señala la ceguera del yo frente a su propio desquebrajamiento, que a su vez indica su integridad. Es como si Tacla estuviese viendo el paisaje por medio de un vidrio oscuro el cual estaba lo suficientemente claro para ser reconocido pero no lo bastantes para ser leído. Es imposible trazar un mapa; sin embargo, uno puede “sentir” el terreno. Uno no está ciego ante él, pero tiene cierta visión misteriosa. El resultado final es una sensación de futilidad—la futilidad de saber cómo se ve en realidad, porque uno no sabe qué es lo que en realidad se debe poder ver. Uno no sabe lo que es real—especialmente porque uno no sabe que si se es real en el interior—uno no puede saber qué es verdad.


Para encarar la indiferencia insondeable entre lo que uno sabe que es verdad y lo que uno siente que es verdad, se debe encontrar a uno mismo reducido a lo absurdo. La disociación de la sensibilidad, una descripción abstracta oportuna del estado mental moderno para Eliot, se convierte en una experiencia de agonía que parece inseparable del ser humano. La bifurcación del yo entre pensamiento y sentimiento, sin esperanza de reconciliación y aún la pérdida del instinto de reconciliación, se convierte en la sustancia básica de la existencia. Tacla no sólo transmite la sensación de la irrealidad que despierta el sentimiento de irreconciliación, sino que también sugiere que éste es un sufrimiento mental que no puede ser curado, y aún peor que está predestinado—atrapado—lo que lo hace aún ,más desolador.


Sugiere, sin embargo, que su peso puede ser aligerado si se toma con un poco de gracias, es decir, irónicamente. La cabeza estática y las manos en movimientos se encuentran yuxtapuestas de una manera ingeniosa, irónica en Mi Pieza No Es Mi Casa. El rasgo cósmico en la morbosidad de Tacla—característico del enfoque que se le da al sufrimiento en América Latina—hace que su figura mutilada adquiera un heroísmo muy peculiar. El yo se torna perversamente heroico cuando aprende a tolerar, por medio del humor –aunque se trate de un humor negro (el humor negro es un antídoto homeopático contra el destino venenoso)- su propia irrealidad, la contradicción inherente en toda su esencia. El sentimiento de existir técnicamente más que de manera real, el tomar consciencia de la discrepancia entre la “teoría” del mundo de la realidad de uno y el sentimiento de ser irreal, se torna menor trágico y traumático cuando uno lo ve de manera cómica y divertida. Al reconocer la ironía de su existencia, el yo gana cierta indiferencia con respecto al trauma de su propio consciente dividido. La división se torna en una broma del destino: el yo irreal de Tacla se consuela imaginándose que tiene un consciente engañoso (un cierto tipo de maraña mental). Tomar la propia agonía como una broma privada que le juega el destino –una broma que es nuestro propio destino- parece ser lo máximo que se puede tener en cuanto a la trascendencia del yo en la modernidad, si no es que en cualquier época.


Tacla trabaja en series. La figura rudimentaria y el espacio vacío aparecen una y otra vez. El vestigio  físico de la figura –la determinación parcial lento pero seguro cambia a un signo inconfundible de su sufrimiento mental, un indicador de su aniquilamiento interior. Poco a poco el espacio se torna autónomo, vacío, inhóspito –al final se convierte literalmente en un desierto, en un lugar en el que todo brilla por su ausencia- y aparentemente a un lado del punto de la figura. Es justo aquí donde el espacio parece ser completamente indefinido, una mera convención ilusionista, que más claramente muestra el sentimiento de abandono de la figura, su pérdida de presencia frente a sí mismo y su presencia ambigua frente a nosotros. En Mi Pieza No Es Mi Casa, la cabeza transmite una timidez casi perceptible y esquemática como el espacio mismo, a pesar de la expresividad exagerada de las manos, que a su vez parecen ser una broma que le juega el inconsciente al yo. La reducción de Tacla de la figura y el espacio hasta sus esencias crípticas los hace ser un emblema del destino del yo. Lo externalizan, si duda, retóricamente, pero en el sentido más amplio. (2)


La figura de Tacla, pues, reducida a un tropo irónico, representa la destrucción invariable del yo por el destino. El espacio de abandono, que es el emblema ostensible del páramo del mundo, se vive inconscientemente como el destino por el yo. Esto quiere decir que, el espacio representa su sentimiento sublime de que tiene poco o ningún apoyo para ser, que vive a la orilla de un abismo de insignificancia del que por poco no se salva. De hecho, sentimos el destino –se podría decir que uno repentinamente se da cuenta que existe el destino- cuando sentimos que somos los que inexplicablemente somos; es decir, cuando sentimos que somos un misterio tonto, sin cambio—dado ciegamente—con respecto a lo cual ni nosotros ni ninguna otra persona puede hacer algo. Este sentimiento al que hemos sido abandonados a nuestra suerte—arrojados hacia él como se arroja una oveja al león—es de hecho un sentimiento de destrucción interior disfrazado tras el intelecto.


El paisaje desierto e irreal de Tacla parece estar predestinado, lo que lo hace parecer el lugar del misterio de a existencia. Es el fondo irónico del yo: el desierto representa su soledad, su sentimiento de víctima, su sensación de que no puede escapar de sí mismo, todo lo cual muestra que en realidad no es un yo. El paisaje desierto e irreal es la representación única de Tacla de la ansiedad de aniquilamiento—del espacio de exilio interno y la sensación de desquebrajamiento que acompaña al sentimiento de estar en un abismo, o más bien de estar varado por el destino.


En los paisajes irreales de Tacla, la abstracción de la figura y el espacio hacia una complicada dialéctica entre el positivo y el negativo de una fotografía intensifica la diferencia entre el yo consciente y la inconsciencia de su destino. Si no podemos conciliar lo que percibimos y lo que sentimos—la representación articulada y el indicador inarticulado de lo irrepresentable—no podremos comprender nuestro destino, sólo vivirlo. La fricción entre los opuestos es la fuente técnica de completa irrealidad del paisaje. Los opuestos expanden el sentido al que nos referimos cuando decimos que hemos perdido el contacto con nuestro yo—que hemos perdido todo sentido de nuestra propia realidad.


Los paisajes de Tacla son abstracciones extraordinarias por derecho propio, pero su verdadera originalidad reside en mostrar que la abstracción es la mejor forma de representar el trauma enigmático, irrepresentable—para ellos terreno es lo mismo que trauma—de la ansiedad de aniquilamiento de autonegación por medio de la cual descubrimos nuestro destino. (No hay duda que está ahí, en los detalles diarios de nuestras vidas). Los paisajes abstractos de Tacla son una fusión admirable de formas descriptivas, simbólicas y puras en las cuales las sensaciones de las tres son usadas para transmitir, con gran intensidad, el sentimiento y el aislamientos, enajenación y autopérdida. En este sentido, se trata de paisajes modernos apocalípticos, es decir, de visiones de destrucción sin posibilidad de reconstrucción y por lo tanto, aún más siniestros. Aunque parezca extraño decirlo así, estos completan el proceso de modernización de los paisajes que fueron empezados por los impresionistas, y en especial por Cezanne: de ser un lugar de plenitud que brindaba la felicidad eterna en el Paraíso—la promesa tradicional de salvación—se ha tornado en la escena para la infelicidad que acompaña a la desintegración hasta llegar a la irrelevancia de distinguir entre la condena y la salvación, lo que deja al yo con la sensación de estar solo.


Parece como si estuviera diciendo que Tacla está pintando un yo profundamente enfermo—un yo hecho víctima, un yo crucificado por sí mismo, no por el mundo. ¿Es que acaso no existe una base social, objetiva para decir que transmite un sentimiento de irrealidad—de locura? Otras imágenes de la década de los ochenta nos muestran que sí existe. Si bien se puede decir que son claramente subjetivas en la importación, como sus nombres los indican—Claustrofobia (1986), Maratón de Paranoia, Tú y Yo en un Problema de Pintura, Dónde yo nací  (todas de 1987), Lejos de Estar Cerca (1988) y Retrato de Memorias (1989) entre otras—los espacios de los paisajes arrasados muestran lo que Jürgen Habermas nombra la desolación patológica de la sociedad, una sociedad que hace de todos nosotros unas víctimas, en particular de aquellos que considera “los otros”, tal como las figuras negras aisladas que aparecen en todas estas obras. Estos símbolos del sufrimiento son reales, no se trata de una simple fantasía. Es un hecho que los hombres blancos han rechazado y excluido a los negros. No existe duda alguna de las razones del racismo—creen en la superioridad de la civilización del hombre blanco sobre la del negro—pero también hay razones psicológicas: el color negro es una amenaza, que hace surgir la ansiedad de aniquilamiento, ya que significa la ausencia—aniquilamiento—del color blanco.


En todos los trípticos del páramo social, una víctima negra, y un símbolo de autodestrucción y autopérdida—comúnmente representado por rocas filosas, irónicamente un cierto tipo de residuo irreducible del yo—están acomodados en un escenario alegórico. Aunque se trate de una etapa de transición a la grandeza irónica de los paisajes irreales de la década de los noventa, la irrealidad de las escenas y el aislamiento de las figuras en estas obras de la década de los ochenta no son el resultado de un simple delirio. Acusan al mundo de estar loco, y de hacer que uno se vuelva loco. La locura del yo es un reconocimiento real de la locura del mundo, especialmente de su inevitabilidad, y como tal es un “realismo psicótico”. Tacla no está utilizando al mundo para racionalizar su sensación de estar volviéndose loco, una sensación que, como ya se dijo antes, no se puede separar de ser moderno;(3) es decir, no se puede separar de rechazar, negar y destruir la autoridad de cualquier base transcendental de ser. (Su secuela es la perversa dialéctica de sentirse rechazado, negado y destruido por el mundo al mismo tiempo que se rechaza, niega y destruye a sí mismo. Tanto el yo como el mundo aparecen igual de ambiguos, por la constante ambivalencia que surge cuando se pierde la creencia de que están varados de manera trascendental). Es un hecho que el mundo está enloqueciendo—hasta llegar a ser más un psicótico desamparado y un desolado sin esperanza.


Tacla tenía razones objetivas para estar enajenado con la realidad de su patria (Chile), la cual, como muchos otros países latinoamericanos, ha padecido tanto la tiranía derechista como la izquierdista: ¿Cuál es la menos vil? Tenía razones objetivas para mudarse del Chile provincial a una Nueva York cosmopolita: ¿De qué otra manera hubiese podido encontrar su identidad artística? Tenía razones objetivas para abandonar un país que, como dice él, no es multiracial: ¿De qué otra manera hubiese podido encontrar una humanidad más profunda, engrandeciendo su propia humanidad?


Tacla se vio involucrado con el movimiento africano, y su música le fascinó. La Diáspora de los africanos se hizo simbólica de su propia Diáspora. Tal como los africanos fueron exiliados de su país, así en su mente él también fue exiliado de su propio país. El mundo le niega a los negros el derecho a existir y a tener su identidad independiente. El “otro” del negro creado por la sociedad hizo objetivo e sentimiento subjetivo del “otro” de Tacla. Sin duda alguna, existe cierto sentimiento de culpa cuando se identifica con los negros, pero por medio de éste encontró una manera de expresar la terra incognita tanto de su yo más profundo, como del sentimiento de ser un intruso, como artista y persona, especialmente un artista y una persona latinoamericanos.


También lo admite en El Camaleón que se Duerme (1984): él es el camaleón capaz de cambiar de color—de identidad. Es el hombre negro en las series Cruzando el Nilo (1985). El lleva a cabo el peligrosos viaje dentro del África infernal, representada por la gigantesca cabeza negra—su boca está llena de pecadores tal como la boca del infierno de las imágenes de la Edad Media—en Un Viaje Peligroso (1985). El es el San Sebastián negro que fue tentado por una mujer demoníaca en una pintura sin título de 1985—pintura con un paisaje medieval, que insinúa la profunda regresión emocional, (la renovación de su voluntad para vivir y sus instintos) que es lo que para Tacla representa el viaje emocional a África. África liberó su libido y su agresión, confirmó su sensación de irrealidad y de aislamiento. Son admirablemente autoevidentes las pinturas Sin Título (Azul) (1986) y Entre Medio (1987). Ya en Robinson Crusoe es aparente su identificación con el hombre negro, pues la historia de la transferencia del alma gemela de un hombre blanco con un hombre negro: Viernes. El hombre blanco necesitaba al negro para tener confianza en sí mimo dentro de su aislamiento—para sobrevivir en una isla en la que estaba solo. De hecho, Robinson Crusoe narra la historia de los lados opuestos de un mismo hombre. En todo caso, África se tornó en la correlativa objetiva de la sensación de irrealidad de Tacla, pero al mismo tiempo lo hacía sentirse real—vivo por instinto. (Parece haber caído en la trampa de creer en el estereotipo de que el hombre negro es más instintivo o apasionado que el hombre blanco—la música de los negros parece insinuarlo así—pero lo que cuenta es que Tacla utilizó el estereotipo como otro usaría un objeto, o en palabras de Winnicott, no el estereotipo mismo.) Sin África, Tacla no se habría dado cuenta de su ansiedad de aniquilamiento por medio de la verbalización artística, ni tampoco la habría superado mediante la reinstintivación de su propio yo, el cual había sido arrasado por la sociedad. África era su realidad mágica.


La reinstintivación –que parece ser un renacimiento—no dura mucho tiempo. Yo pienso que su clímax se caracterizó por un autorretrato real que aparece en Retrato de Memorias y en La realidad de un Sueño (1988). Tacla sigue siendo un sueño irreal para él mismo porque está poseído de sus recuerdos. La transición a sus paisajes irreales—el abandono total de cualquier pretensión de lograr la realidad obvio, de lograr la verdad descriptiva—parece en Lejos de Estar Vivo, Un Problema que Corresponde a la Topología y en Espacio para un Discurso (todas de 1988), y de una manera distinta en Invierno 1990 (1987). Tacla se interna en un Territorio Privado (1989): se torna “metafísico”. Yo pienso que esto no sólo ocurrió por razones personales, sino también porque experimentó una crisis al pintar—una crisis de representación, como insinué anteriormente. Descubrió que los sentimientos no se pueden representar, en principio—por mucho que hayan sido representados por la fantasía—porque lo que representan está predestinado y como tal es impenetrable. Esta es la razón por la cual parecen estar en un proceso perpetuo, versátil—nunca idénticos entre sí. Es como si el yo sólo se pudiese conocer a sí mismo si sintiera todo lo que puede sentir, pero entonces descubre que sólo puede sentir su propia elusividad. Hasta cierto punto, cada sensación es, sin saberlo, una estación e el camino del yo hacia su crucifixión inesperada llevada a cabo por un destino misterioso.


Tacla también se dio cuenta de que la figura, una convención secular y estándar para transmitir los sentimientos, había degenerado dentro de los medios masivos de comunicación, en una fórmula propia de la prensa para la manipulación emocional, o más bien, la explotación emocional; es decir, se había tornado en un medio para evocar una empatía de reflejo rotuliano. La figuración había caído tendida de una manera expresiva, parecía estar realmente exhausta. La abstracción era ya la única esperanza de alcanzar una profunda y genuina expresividad, una expresividad que pudieses transmitir l carácter extraño de la vida interior del sufrimiento mental. La abstracción era además la única esperanza de representar al sufrimiento de una forma en que, aunque no se hiciera a sabiendas, no delatara al hacerlo parecer agradable estéticamente , como T.S. Adorno mencionó que siempre sucede. 83) La abstracción se convirtió en la última oportunidad para hablar del interior de una manera auténtica. De hecho, la insuficiencia—¿obsolescencia?—de la figura como una expresión indicaba que debían encontrar nuevas formas de expresar el sufrimiento—en especial es agudo sufrimiento mental que está implícito en la sensación de irrealidad.


Los medios masivos de comunicación traicionaron a la vida interna y al sufrimiento mental, y el expresionismo y surrealismo ya no parecían poder representarlos de una manera en que no se cuestionara y pareciese abrumador su significado. Las imágenes del expresionismo y surrealismo ya no eran suficientemente irrealices—faltaba expresividad en su ansiedad de aniquilamiento. Sólo la abstracción pudo sondear las profundidades del yo, ya que el yo se había tornado abstracto para sí mismo—había huido del mundo hacia la ansiedad de aniquilamiento.


En cierto sentido, Tacla había invertido la trayectoria típica de la carrera de un artista latinoamericano, por ejemplo, la de Diego Rivera. Después de analizar la abstracción de los modernistas, la sustituyó por un arte representativo que podría comunicar a la gente (Thomas Hart Benton siguió el mismo camino en los Estados Unidos, aunque con distintos resultados). Tacla quería un arte personal, no un arte popular, aunque en sus primeras etapas tenía ambas simultáneamente (en mi opinión, sin embargo, fue siempre más personal que popular).


Los paisajes irreales de Tacla no sólo son abstractos sino que también “redimen” a la abstracción. Así como Anslem Keifer, Tacla pinta sus paisajes en la llamada forma “conceptual”—post-purista—; se preocupa de lo que Clement Greenberg llamó el orden de efectos preconsciente y consciente—expresivo—del arte. La búsqueda de la pureza hace más grande al último, pero la pureza siempre va a dar a un callejón sin salid, como lo aclara la abstracción post-artística que respalda Greenberg. De hecho, la bifurcación del arte de Greenberg es otro ejemplo para la disociación de la sensibilidad, y muestra la esterilidad a la que conduce- El arte que es completamente puro no convence expresivamente, de hecho, pierde todo poder evocativo. Al hacer sus abstracciones desiertas—comenzaron con una residencia temporal de 1989 en el desierto chileno (en donde admite el tipo de desierto en el que Chile se había convertido para él)—Tacla se da cuenta de lo llano y “negativo” que es el espacio del lienzo, pero ve que está lleno de una extraña expresividad.


La historia de la pintura no se puede separar del hecho de pintar paisajes, y en cierto sentido los paisajes irreales de Tacla recapitulan esta historia, como se puede ver claramente en Un Problema Clásico con dos Desconocidos y  Proyecto de un Tema Clásico (ambas de 1990). El paisaje siempre ha sido un símbolo de subjetividad—una realidad externa, en donde, en sus diversos matices la realidad interna encuentra espontáneamente huellas de sí misma y en sus complicaciones el individuo ve sus propias complicaciones configuradas de manera cabalística. Parece atraer al consciente pasivito lo que existe negativamente—inconscientemente—dentro de nosotros mismos. El desierto siempre ha sido un símbolo de aislamiento—un lugar de contacto primario con el yo, el lugar donde los profetas tienen sus visiones y se comunican con el Dios dentro de sí mismos, quien les informó de sus visiones y estaba medio inconcluso, vacío; era un desierto imperdonable él mismo. Por ello Referencias Elementales, Notas Fundamentales y Notas Elementales (todas de 1991) son de gran admiración, pues aquí la visión parece existir en forma de manchas pictóricas—pueden significar, de hecho, resumir una historia completa, como menciona Tacla—y la pintura está estructurada de tal manera que el desierto es su centro. (La mancha hace una regresión a lo que André Breton llama la pared paranoica de Leonardo, la fuente de tantas alucinaciones surrealistas, pero irreal en sí misma. (4) Hay un centro dentro del centro, una verdadera visión dentro del espejismo: un cuadro supremo, en donde el desierto negativo se ha convertido en una imagen positiva en el cual el desierto borrado, suspendido de manera fenomenológica se ha tornado en un absoluto translúcido. Es obvio que la imagen positiva no es más que la ilusión seductora comprada con el espacio desierto negativo del cual surgió. Por esto se da la interacción de ironías en la irrealidad de Tacla.


El espacio de los paisajes de Tacla es íntimo y cósmico, personal e impersonal. El lo ha descrito como el lugar en donde convergen “la historia del arte, la historia de las luchas sociales y la estructura mental”. Es un lugar en el cual se cuestionan la representación, la sociedad y el yo—por igual problemáticos, ilusorios y abstractos y por igual predestinados, reales y concretos. Es el lugar en donde Tacla descubre la necesidad de su identidad como artista: la trascendencia de ser un artista, la trascendencia que el artista construye para sobrevivir al yugo de la historia social y personal que amenaza con hundirlo. Es el lugar de la muerte viviente en donde el artista toma la perspectiva—símbolo de indiferencia y distancia—con respecto a la vida. Muchos de los paisajes irreales de Tacla se preocupan por la perspectiva, la cual parece surgir del desierto en forma de espejismo.


En varios de estos paisajes hay residuos de figuración, pero nuestra familiaridad con ellos se ve frustrada por su apariencia negativa, abstracta—“trascendentalizada”. Espacio para un discurso (1989), Transformación Proyectiva y  Extensión de Puntos (ambas de 1993) parecen tener espinas, sin duda alguna derivadas de la conocida iconografía religiosa, pero estilizadas en forma de jeroglíficos misteriosos. Hay una gran cantidad de dibujos animados, enigmáticos—un campo de signos gesticulares, agitados, que parecen ser producidos por procesos automatistas e irreprimibles. Muchas veces el lienzo es como un pizarrón negro o gris; Bajo Proyección y Línea de Fondo (ambas de 1993) son ejemplos sobresalientes. El desierto que se encontraba más o menos intacto en las abstracciones de 1991 ha sido despedazado en las de 1993—tan fragmentadas como en sus primeras pinturas. La feroz redundancia de los emblemas jeroglíficos destruye la escena, aun así, la misma redundancia proporciona el mínimo en cuanto a estructura. Tiene escasa desintegración pero es antrópico en sí mismo. En el momento es que surgen las imágenes personales como en Un Día con mi Esposa (1992), o aparecen las estructuras arquitectónicas, como en Los Elementos de la Perspectiva I y II  (1992), su conversión de un estado positivo, opaco y real a uno negativo, transparente y “memorable” es un acto de trascendencia que señala simultáneamente la ansiedad de aniquilamiento que le hacía falta. El doble significado de trascendencia y de ansiedad de aniquilamiento está lejos de ser extraño. El desierto siempre ha sido visto como el lugar de la muerte viviente pero también como el lugar donde es posible tener una visión de una vida más elevada que la superará. Como Gólgota, el desierto es un lugar de aniquilamiento en donde nace la convicción religiosa—donde la materia parece convertirse espontáneamente en un espíritu, es decir, en la trascendencia de un espejismo.


El yo experimenta espejismos de trascendencia después de haberse aniquilado interiormente. Después de los famosos 40 días en el desierto, el yo se imagina una realidad abstracta, más elevada—su trascendencia espontánea de su estado de aniquilamiento, o más bien su transformación alucinada de su ansiedad de aniquilamiento en trascendencia. Fantasea con un profundo discernimiento de sí mismo—una verdad más elevada con respecto a sí mismo…un yo más elevado. Parece elevarse por encima de su situación, pero en realidad se incrusta más en ella, porque sus espejismos son una mistificación del sentimiento de irrealidad que se invierte en el desierto. La trascendencia es una “interpretación” perversa de la experiencia desierta. (La noción de Malevich de entrar en el desierto o cero—utiliza los dos términos—de la forma pura para experimentar la trascendencia es una de las primeras versiones modernas de la idea de que la abstracción es aniquilamiento y trascendencia al mismo tiempo, aunque esto sea una contradicción. Es una idea que se remonta a los tiempos de Platón y Plotino; es decir, la abstracción condensa la ansiedad de aniquilamiento y la fantasía de que el aniquilamiento es una espiritualización del yo en una misma forma emblemática y cabalística ya sea geométrica o gesticular.)


Tacla es un místico a pesar suyo. Su negación o abstracción de la arquitectura—o más bien su “deconstrucción” o “platonización” de la perspectiva involucrada en su construcción—la torna en otro tipo de desierto, esto es, una corteza abandonada, desierta, vacía de sí misma un espacio más negativo que sustancia positiva—lo cual hace eco con el arquetipo desierto casi perceptible y esquemático y con la topografía social—es aún otro momento de convergencia de lo aniquilador y de lo visionario, de la ansiedad y de las trascendencia, de la muerte viviente y de la ilusión de una gracia que puede salvarnos de la primera. La arquitectura de Taca es explícitamente sacra—casi todos sus edificios son templos construidos desde una perspectiva sagrada, es decir sub speciae aeternitatis, como lo es Un templo Desconocido (1992)—y su amor por su esposa, que también es mostrado por un proceso de “deserción-abstracción” es implícitamente sagrado. Otra vez, la trascendencia, el epítome de lo sagrado, no se puede separar de la ansiedad de aniquilamiento, del epítome de la existencia profana, del sufrimiento que profana a la existencia.


La trascendencia revela el miedo de que el yo muera mientras que el cuerpo sigue vivo, que es el motivo por el cual invierte su prioridad. Los edificios y figuras de Tacla pierden su incorporeidad—una forma especial de ser irrealizado—de manera que aparentan ser autotrascendentales, auténticamente espirituales. Tacla desmaterializa la representación por medio de lo cual la realidad se materializa, lo que se convierte en lo que Kant llamaba una ilusión trascendental. Es una ilusión necesaria—una representación de lo sagrado irrepresentable, la fuente de la unidad del ser que le da al yo la sensación de estar vivo y ser real en lugar de estar medio muerto y ser irreal. Al mismo tiempo, la desmaterialización sugiere que la representación de los sagrado es una manera de ver a través de ella, no es más que un fantasma de la fe en donde no hay razón de que exista uno. Esto es lo que hace realmente irrepresentable, irreal.


 

 

 

NOTAS

(1) La cita es de Jorge Silva-García, discípulo mexicano de Fromm, "Erich Fromm en México", Psicoanálisis Contemporáneo, 25 (abril de 1989): 249.

(2) Es decir, la sensación en la que se esconde una "variación progresiva del sentimiento" que lleva a una revelación de sentimientos previamente desconocidos, en lugar de una "retórica viciosa" que desencadena automáticamente sentimientos antes conocidos. T. 5. Eliot, "Retórica y Drama Poético". El Bosque Sagrado (Londres" Metheun, 1920), p. 82.

(3) Theodor W. Adorno, "Commitment", El Lector Esencial de la Escuela de Frankfurt, eds. Andrew Arato y Eike Gebhardt (Nueva York: Continuum, 1985), p. 312 hace notar que "al convertir el sufrimiento en imágenes, curamos nuestra vergüenza ante la víctima". "La llamada representación artística del agudo dolor físico de la gente que ha sido tirada al suelo por golpes de culatas tiene el poder, aunque sea remoto, de producir placer". Es decir, "el principio estético de estilización" transfigura un "destino inimaginable" de manera que parece tener "algún significado". De hecho, lo tiene; yo argumentaría que la estilización estética, en particular la estilización abstracta, puede ser cierta en cuanto a la profundidad de ese significado tal como es experimentado subjetivamente. Esto se debe en parte a que la abstracción involucra tanto la negación de la sensación de realidad como el sufrimiento lo hace, en particular el sufrimiento mental. Hay prueba de que la abstracción, antes de que se convirtiera en un formalismo académico -una corteza de sí mismo, es decir, antes de perder su núcleo expresivo- reflejaba la angustia de la ansiedad de aniquilamiento (que primero aparece como consciente dividido) que no se puede separar de la modernidad. Con seguridad, esa era la intención de artistas tan distintos como Gauguin y Malevich.

(4) André Breton, Surrealismo y Pintura (Nueva York: Harper & Row, 1952: Ion Editions), p. 74 hace notar que Leonardo da Vinci enseñaba "que uno debería permitir que su atención quedara enfrascada en la contemplación de rasgos de saliva seca o de la superficie de una pared vieja hasta que el ojo pudiera distinguir una alternativa que la pintura es capaz de revelar", es decir, el mundo de la subjetividad. Lo que Breton también llamaba "la vieja pared paranoica de Leonardo" (p. 129) es el espacio irreal de la ansiedad de aniquilamiento a la cual uno tiene que retroceder para conocer las precarias profundidades de nuestra realidad subjetiva; lo que ha sido llamado el alma psicótica.

 

 

 

Traducción: Jennifer Brinckmann y Ruth Esther Angel Torres


Donald Kuspit. 1993